El otro día iba a cruzar un paso de cebra en Atocha cuando me asaltó una mujer.
-Perdona, ¿te puedo hacer una pregunta?
Por supuesto, siempre que voy en bici en Madrid la gente me mira raro. Porque en Madrid un coche es algo de lo más imprescindible para el Ramón de a pie, o, mejor dicho, de a tubo de escape. Más imprescindible que por ejemplo el aire o una calle segura para que los niños jueguen a la pelota.
Demagogia a parte, siempre me gusta hablar con los que, sorprendidos al ver un payaso en su propia calle, me preguntan.
-Es que la gente me adelanta ¿Influye mucho el que una bicicleta sea buena?
-Señora, ¿tiene usted una bicicleta o una moto?
-Una bicicleta.
Mi confusión era como la de Cousteau en medio de Albacete.
-¿Le adelantan? Eso es porque están en mejor forma física.
-Pero, ¿no tiene nada que ver el que las cosas esas -señala los platos- sean más grandes? Los míos son muy pequeñitos.
-Los pequeños son mejores para subir cuestas, los grandes -la señora seguía mirando los míos, sorprendida ahora de que mi bicicleta no tenía cadena, puesto que estaba rota y la venía empujando desde Legazpi- son mejores para ir rápido en llano.
-Entonces, ¿no tiene nada que ver el que la bici sea mala?
El semáforo por fin se puso primaveresco.
-No, señora. Simplemente están más fuertes.
Y ahí se quedó ese boceto fracasado de dios para la mujer ciclista, en el paso de cebra de Santa María de la Cabeza, meditando las tres leyes de Newton, sin llega a entender del todo que el esfuerzo que se hace al dar pedaladas no es para adelgazar, como en la estática, sino para mover la bicicleta o al mundo debajo de ella; y que no hay unos enanitos en las venas del caballo de acero moviendo todo el trasto, ni magia potagia, ni nada.
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